Los orígenes del queso Turrialba

En las faldas del volcán Turrialba se ubica el pueblo de Santa Cruz, reconocidos por su naturaleza exuberante, la vocación agrícola y lechera de su gente y, en especial, por el queso blanco y fresco, con aroma de campo, que lleva su nombre.

Con sus características particulares de sabor, aroma y textura, desde 1870 ya se elaboraba queso en Santa Cruz y desde 1950 se comenzó a vender también en San José.

La tradición del queso Turrialba surgió con los primeros colonos, que llegaron en 1850 desde La Mancha, España, para dedicarse al cultivo del café en el Valle Central. Sin embargo, no se acostumbraron a este producto y buscaron una zona de clima más frío, similar a su tierra de origen, donde poder criar vacas y hacer quesos, que era lo que sabían hacer muy bien.

Fue en 1865, según cuenta el investigador turrialbeño José Oduber Rivera, que el gobierno costarricense le otorgó unas 1000 hectáreas a Don Lucas Vargas, cuya familia era una de aquellas que habían emigrado de España y que se asentó en lo que hoy es Calle Vargas (Buenos Aires) de Santa Cruz.

La llegada de don Lucas marcó el inicio de la elaboración del queso Turrialba. En 1870 ya él y su familia hacían el mismo queso artesanal que sus padres y abuelos elaboraban en España. La leche la “cortaban” aprovechando una parte especial de las vísceras de los terneros, que llamaban el “cuajo del ternero”, lo salaban, lo ponían a secar por varios días al humo del fogón y lo depositaban en un recipiente con suero. Con una cucharada alcanzaba para cortar hasta 15 botellas de leche.

Foto de 1910. Propiedad de Marcos Camacho Vargas Don Lucas Vargas y su esposa doña “Chana” Pereira (de ascendencia indígena)

Otros acostumbraban echar la cuajada en un saco de manta para que liberara el suero, luego le agregaban sal y la echaban en moldes o “aros” cuadrados fabricados con madera y cubiertos por una tela o por hojas de “platanillo”. Una vez con la cuajada en los moldes, la prensaban con piedras. 

Cada queso era, generalmente, un bloque grande, a veces de hasta de 23 libras (aproximadamente 10 kilos).  Los quesos se guardaban en tablas que colgaban con mecates a manera de estantes puestos en la pared o en una especie de armarios de madera, y allí se quedaba el producto por ocho o más días. 

Por estar varios días en el medio ambiente hasta que era  posible llevarlo al mercado, lo común era que el queso se vendiera semi o totalmente maduro. Algunos salaban los bloques de queso para evitar que el producto se dañara y fuera más resistente al traslado a caballo, por lo que adquiría una textura semidura. Debido a estas condiciones, era muy difícil producir queso fresco, como se le conoce hoy. 

Por eso el queso tenía la forma de grandes cubos y se les formaba una especie de cáscara, que resultaba tan dura y resistente que cuando se transportan los quesos, estos eran cargados directamente sobre el piso de las carretas sin ninguna envoltura y hasta los boyeros caminaban encima con los pies descalzos.

Tradición de luchadores

El queso Turrialba está asociado a luchadores, quienes en los años más duros de la producción del queso, como lo documentó Oduber Rivera, ordeñaban las vacas a la intemperie y hacían el queso en queseras rústicas, llevando el producto al hombro o a caballo, bajo sol y agua, por trillos entre las montañas, por caminos estrechos, embarrialados, peñascos y barrancos.

El riesgo era tal, que muchas bestias morían ahogadas en el barro o en el fondo de un guindo con un quintal de queso en el lomo. Venían de lugares como los Bajos del Volcán, el Torito, Calle Vargas, La Pastora y San Antonio.

Vaca Jersey en finca

El aporte de la mujeres

El aporte de las mujeres era también extraordinario: además de compañeras, esposas, hermanas e hijas de esos pioneros, debían sacar tiempo entre los múltiples oficios del hogar para trabajar en el arreo y ordeño de las vacas, alistar los caballos y elaborar el queso.

Eran quienes tantas veces se quedaban con el “corazón en la mano” cuando el esposo o hijo emprendía el camino debajo de aguaceros torrenciales para entregar el queso y regresar con los comestibles.

Luego los caminos mejoraron: ya no eran de barro, sino de lastre, y eso hizo más fácil el traslado del queso.

Otro protagonista era el “mulero”, pionero anónimo, a veces peón, hijo o nieto del dueño de la finca. Era el responsable de llevar el queso a caballo no importaba la hora, si llovía o hacía sol, siempre puntualmente una o dos veces a la semana, acomodando de madrugada el queso en sacos o cajas mientras se encomendaba a Dios y se ponía al camino.

Ya para 1956, Santa Cruz era conocida como la tierra del mejor queso, además de cuna del escritor Jorge Debravo. No en vano se conjugaron todos los elementos para crear un producto muy rico y nutritivo: clima fresco, tierras fértiles, manos trabajadoras y amor al oficio.

Y tanto es así, que durante 150 años el queso Turrialba ha sido uno de los preferidos de las familias costarricenses, le dado sustento a muchas generaciones de familias santacruceñas y se ha convertido también en parte integral de su cultura e identidad local.

Foto de 1950. Propiedad de Marcos Camacho Pereira. Ismael y “Vico” Vargas, hijo y nieto de don Lucas, se dedicaron a la producción de queso y fueron de esos muleros a los que les tocó trasladar el producto a lomo de caballo por los duros caminos